Escúchame Boly, escúchame aunque sea por compasión porque esto que te cuento no lo quiero hablar con nadie más. Cómo entre tus miles de virtudes tienes la de saber guardar secretos, y sé que no confesaras lo inconfesable ni bajo amenaza de tortura, con el fin de desahogar mi corazón de este pesar he decidido que a ti te lo voy a contar.
Verás, hubo un tiempo algo lejano en que yo fui una niña muy alegre y soñadora a la que alentaron con los cuentos clásicos y que lloraba sin consuelo especialmente cuando en las noches mi papá me contaba con mucha vehemencia el rechazo del patito por su madre y sus hermanos, porque era feo. Con el tiempo mi padre me confesó que si me lo contaba tantas noches era porque tras la llantina me quedaba profundamente dormida y eso, entiendo, debía ser un alivio para ellos.
Años después, cuando mis hormonas se apoderaron de mi persona y el mundo me esperaba impaciente para salvarle según me creía yo, me convertí en la rebeldía personificada que se salvó de la quema porque solía caer simpática y mi gran corazón ya lo llevaba en bandolera a merced de todo el mundo, porque, no hace mucho es cuando me he percatado de que, en mi educación católica, el décimo mandamiento lo entendí rematadamente mal, tanto que se me olvidó la segunda parte en la que se nos manda amarnos, al menos, como se supone que tenemos que amar a los demás y yo para mi desgracia sólo me quedé con la primera parte de la frase.
Pues verás, desde que me he dado cuenta de la omisión de una parte tan fundamental de ese mandamiento me ha dado por reflexionar sobre la cuestión, y, analizando mi vida es cuando he comprendido que ese error me ha provocado sufrimientos que, de haber comprendido bien lo que me quisieron enseñar y mal me enseñaron, me habría ahorrado o, al menos vivido de otra forma.
Tú sabes que una santa, lo que se dice santa, no soy, porque soy explosiva y tengo un pronto que asusta, pero también sabes, que soy mucho más santa que muchos santos canonizados. No por aquello de la caridad, no, que es un concepto muy manoseado, si no porque he creído en el ser humano con toda la pasión que arrastro en todas las facetas que vivo y mi errónea creencia de que todo el mundo es bueno lo he vivido en superlativo convirtiendo a todos mis congéneres en “buenísimos”, y esa percepción mía me llevó a interpretar de forma literal aquello de que “todos somos iguales en virtudes y defectos”, interpretación que rematé ayudando a que el lío anidase en mi cabeza cuando estudiaba Filosofía del Derecho, que tampoco la debí entender muy bien aunque no importa que ahora lo confiese porque al fin y al cabo hace mil años que aprobé la asignatura.
Lo que sí se me quedó muy bien grabado fue aquello de “no hagas al otro lo que no quieras que te hagan a ti” y claro, entendí, que esa frasecita que me surge siempre en mis relaciones con cualquier otro mortal, se la habían enseñado también a los demás, y, para más ingenuidad si cabe, que los demás se la habían aprendido.
Como capto Bola que te empiezas a impacientar y eso significa que te aburres, te voy a confesar a lo que mis arduas reflexiones sobre el porqué de tantos desengaños que he sufrido en mi vida. Es tan simple, que creo que debo estar equivocada, pero, de momento, es lo único que me proporciona una explicación razonable: verás, pues por más que yo me empeñe y la filosofía de pacotilla considerada políticamente correcta nos infunde, ni de lejos, los humanos somos todos iguales, y aclaro que no me refiero a derechos y obligaciones aunque esta última expresión se suele obviar porque no debe quedar bien, sino que me refiero a los valores engarzados en cada uno de nosotros, aquellos que nos mueven cuando nos relacionamos, los que nos hacen cuidar el trato íntimo, no sólo formal, con los demás, los que nos impulsan a sonreír al desconocido, tender la mano en ayuda, acariciar el corazón ajeno que sufre, compartir las risas y la alegría por el ser y por estar en el mismo momento y en el mismo lugar. Todo eso que de forma tan simple se traduce en el “ no hagas al otro lo que no quieres que a ti te hagan” y yo enmiendo gritando al mundo” hagamos a los demás lo que quisiéramos que a nosotros nos hiciesen”.
Pues mira peludo mío, algo tan simple y aún más fácil de hacer he comprendido que no se enseña, y lo que es peor no se sabe, y si se sabe, no se practica, por eso quizás, mi mundo de relaciones lo estoy reduciendo y a la vez enriqueciendo con mi relación conmigo misma, contigo y tus congéneres, y con lo que, por fin he aprendido aunque algo tarde, aquello de que antes que a los demás tengo que quererme a mí, y anteponer mis necesidades a las de los otros, se trate de quien se trate y, lo más triste de todo este aprendizaje, es que ni todo el mundo es bueno ni todos somos iguales. Una simple visión del mundo en que me muevo me lo corrobora cada día.
Pero claro, Bolita, mis reflexiones continúan y me pregunto: ¿ Debo olvidar aquello de no hacer a los otros lo que no quiero que me hagan a mí?.
Seguiremos reflexionando juntos cuando te despiertes, peludo desagradecido.
Sherezade